La preocupación por el destino de los espíritus de los muertos fue constante a través de toda la América precolombina. Sus habitantes desarrollaron sofisticadas ceremonias colectivas para apaciguar el dolor de los vivos y facilitar el tránsito de las almas a la otra vida. Algunos pueblos usaron vasijas de cerámica como recipientes funerarios. A veces los cuerpos eran depositados directamente en las vasijas, pero en la mayoría de los casos éstas se usaban para guardar sólo los huesos.
Primero enterraban a sus muertos bajo el suelo, y luego de la descomposición desenterraban los huesos y los ponían en vasijas. En los Andes del Sur el empleo de vasijas para guardar los muertos fue una práctica conocida desde los primeros siglos antes de Cristo y era común entre grupos que estaban comenzando a dominar la agricultura, la ganadería y la cerámica, especialmente en el noroeste de Argentina y en el norte y centro-sur de Chile.